Gradualismo o shock: cuál es la mejor opción para una reforma tributaria en la Argentina

Si se les pregunta a empresarios, políticos, sindicalistas, empleados, jubilados y emprendedores, por ejemplo, si es necesario hacer un cambio en el sistema tributario argentino, es altamente probable que la respuesta sea un rotundo sí.

Las quejas de unos y de otros ya no se ocultan. Por el contrario, todos encuentran la manera de manifestar su descontento con los gravámenes que los alcanzan. Ya sean gravámenes a nivel nacional, provincial o municipal.

También es verdad que si se les hace la misma pregunta a todos los habitantes de la Tierra es muy probable que la respuesta sea similar. La mayoría de las personas –excepto quienes los implementan– considera que los impuestos no son buenos.

Esta afirmación explica, de alguna manera, la creación de los denominados “paraísos fiscales”, jurisdicciones en donde los tributos son casi nulos y que son elegidas por muchos contribuyentes.

Existen, además, rankings que buscan justificar la tesis respecto de lo malo de los impuestos invocando la cantidad de tributos que existen, o la presión impositiva que recae sobre cada país.

Derribando mitos

Sin embargo, existe una falacia en estos informes. Los sistemas tributarios no deberían medirse por el número de impuestos que lo componen o por el porcentaje del producto bruto interno (PBI) que representa su recaudación.

Lo correcto sería analizar el escenario de forma más amplia, incluyendo no solo los gravámenes que son parte del régimen, sino también el gasto público a financiar con los fondos recaudados.

Los países con mayores cargas tributarias del mundo –Dinamarca, Estados Unidos, Inglaterra, Australia, por mencionar un puñado– son aquellos en los que cualquiera quisiera vivir, ya que cuentan con servicios públicos de primer nivel.

Por el contrario, es probable que en los lugares donde los impuestos son pocos o nulos sean ideales para ir de vacaciones, ya que no hay una infraestructura tan buena como para elegirlos para residir.

La discusión, por lo tanto, debería ser cómo se distribuye la carga tributaria y en qué se utilizan los fondos recaudados, más que cuántos tributos debería pagar cada uno de los contribuyentes.

Y la Argentina, claro, no está nada bien. Tiene una alta carga tributaria, pero un nivel de gasto que no termina de satisfacer las necesidades de sus habitantes. Algo así como lo peor de los dos mundos.

Por eso, es altamente probable que todos estén de acuerdo en que el próximo gobierno tendrá que adecuar el sistema tributario para lograr que sea, de una buena vez, justo. Sería necesario comenzar por la eliminación de los “malos” impuestos, entre los que están Ingresos Brutos, Sellos, Bienes Personales, Créditos y Débitos en Cuentas Bancarias y los llamados internos (salvo los que pesan sobre cigarrillos y bebidas alcohólicas).

Los “buenos tributos” son los que deben primar. Entre ellos están Ganancias (para personas humanas y sociedades), el IVA (que debería incluir una versión nacional y una provincial) y el impuesto a la transmisión gratuita de bienes.

En cuanto a las alícuotas, la marginal máxima del Ganancias para personas humanas debería ser del 50% y tendría que considerarse como pago a cuenta del gravamen que pagan las sociedades.

Las empresas deberían tener una tasa igual a 25% (sin importar su tamaño), al igual que las máximas del impuesto a la transmisión gratuita de bienes. En el caso del IVA, deberían ser del 15% en la versión nacional y el 10% en la provincial.

Hacer estos cambios, obviamente, requiere de planificación y de tiempo. No obstante, hay que romper con la idea de que, para concretar una reforma tributaria, hay que esperar a que se acomode la economía. Por el contrario, momentos en los que la situación es tan compleja como lo es actualmente, son ideales para llevar adelante cambios profundos como los que se necesitan.

Claro que eliminar impuestos puede provocar pérdidas en la recaudación, lo mismo que la implementación de alguno de los ajustes definidos en las alícuotas.

La receta perfecta, por ese motivo, sería una combinación entre shock y gradualismo. Shock, porque las modificaciones tienen que abarcar todo el sistema; gradualismo, para evitar que se produzcan desajustes en las cuentas públicas que empeoren más la situación.

Pero, lo que tiene que quedar claro, es que tiene que haber un plan completo y que debe aplicarse cuanto antes. El momento de que construyamos un sistema tributario justo es ahora.

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